miércoles, 17 de diciembre de 2008

La comida de Navidad de la empresa


La Navidad nunca entendió de comidas. Ahora no hay otra cosa que comida en la Navidad. No hay quien nos entienda. Pavos, cochinillos, gambas, langostinos, tintos, blancos y espumosos desfilan por las casas del personal en estos días. Da ardor de estómago pensar en ello. Es el hip-hop de lo vulgar que a base de repetición se ha convertido en costumbre. Una vez retirado el sentido religioso de estas fechas para la mayoría, el hueco lo ocupa el afán de consumo. A fuerza de repetírnoslo, parece que no existe mayor felicidad que la que procura una barriga satisfecha. Que limitado, diría mi amiga. Qué narices tiene que ver el pobre pavo con que quiera pasar un rato agradable con mi padre o mi amigo, o el cava con mis reflexiones sobre lo esencial de nuestra vida. Entiendo perfectamente ahora por qué Jesucristo quiso nacer pobre y apartado de las sedas y las despensas llenas de los de su tiempo.
En esta escalada de sofisticación de lo hortera, nos encontramos con la protagonista estelar: la comida de Navidad de la empresa. Si se dan cuenta son tres términos antagónicos los que se dan cita. Comida, en primer lugar. Nadie en su sano juicio quiere comer en su empresa. Si no hay más remedio, pues eso. Pero menos aún, quiere compartir mesa y mantel con el que le pasa los papeles o la llave inglesa. La Navidad procura encontrar hueco en nuestra agenda para los que queremos. Si no nos mintiéramos, en la fábrica, en el taller o en el andamio no encontramos a los destinatarios de nuestros afectos. Y por último, la empresa es eso, nada que ver con el hogar, el sitio de nuestro recreo o el lugar de nuestros sueños. La comida de la empresa en Navidad es la gran mentira, la hoguera de la impostura.
La verdad que esas comidas dan para mucho. Entre el chuletón, el vinito y el brindis de rigor se construye un vodevil que casi siempre es patético pero que tiene matices humorísticos marcados. A veces se convierte en protagonista el fulano de turno que gracias a los vapores de las bebidas de alta gradación, trata de igual a su jefe, se convierte en el primo hermano de Narciso y se considera el centro de todas las miradas de las féminas. Lo más gracioso es cuando el jefe trata de igual al personal. Eso sí que da risa. Puede completar el número humorístico si además le suma los ingredientes necesarios para creerse el más interesante, ergo más deseado y envidiado, y por ende con derecho a querer convertir sus chorradas en doctrina. Pero todo puede empeorar. Ese momento llega cuando irrumpe el amigo invisible. Los mismísimos “todo a cien” no son capaces de identificar la procedencia de tal cúmulo de horteradas con afán de aunar la sonrisa y el agradecimiento. No mola agradecer nada riéndose a la vez. O no se siente verdadero agradecimiento o no se ríe de forma auténtica.
No hay peor dinero invertido que el que se gasta uno en la comida de Navidad de la empresa. La comida no suele ser nunca la apropiada, el compañero de mesa que nos toca, nos los toca, y no queremos fenecer con los discursos, brindis y deseos de felicidad de la parroquia. Pero no nos engañemos, nos gusta en el fondo ese ejercicio de hipocresía social. Una cocinera pija escribía el otro día que la familia que cocina unida permanece unida. Yo digo que la empresa que come unida permanece desunida.
Me olvidaba, hoy tengo mi comida de Navidad de mi empresa. Quiero creer que la mía es diferente como todas las de ustedes.

jueves, 11 de diciembre de 2008

El Madrid no escribe la carta a los Reyes Magos


El Real Madrid es el “Robinson Crusoe” de nuestros días. Las noticias negativas de estos días han hecho que sus barbas crezcan. Tras el naufragio de esta temporada, se aburre con la vida sencilla. No termina de encontrar salida de la isla en la que se encuentra. Sólo divisa agua. Pero cuidado, no menosprecien su orgullo herido.
Este es un equipo de epopeya que ha sobrevivido incluso a su leyenda en blanco y negro. Y eso da más susto que el hombre del saco.
Cualquier españolito medio lleva el germen de lo irreal de querer ser el mejor del mundo. No es que seamos todos descendientes de Carlos V y nos dé por lo del imperio, sino que cualquiera de nosotros puede enfundarse una camiseta blanca con el escudo del Madrid y se le pone cara de Di Stefano o de Zidane. Ser del Madrid es aspirar a ser el mejor. Los rivales no lo entienden, pero lo sufren.
Lo de menos es el palmarés del este singular equipo. La victoria y la consecución de muchos títulos conforman la mayoría de los capítulos de su historia. Pero eso distrae al que no es merengón.
El Madrid no busca nunca el rincón del cuadrilátero. Admite el intercambio de golpes, supera los golpes bajos y rechaza la adrenalina para cerrar las heridas. Su semblante nunca ha reflejado la comodidad de una rendición. Su espíritu de superación es la medicina que distribuye entre los suyos.
Sus goles no son los versos endecasílabos de su soneto de la alegría. Su lucha sin cuartel es su dulce prosa con aspiración de verso libre. Lo blanco es la poesía universal. Sin rima, incluso sin idioma, aglutina a gentes de todo el mundo que no quieren dejarse ganar la partida.
Sus brazos no son bellos cuando elevan un trofeo, sino cuando no quieren convertirse en extremidades caídas por el abandono de la empresa.
Y en eso que llega el derby. Un Barcelona de traca, de orquesta sinfónica, quiere pasar por encima del veterano conjunto de jazz de la capital española, el próximo sábado. El público, los periodistas y hasta el madridista de última hora apuestan en la porra a favor de los culés. Y si supieran que no se trata de eso.
Al Madrid le da igual ganar o perder. Es lo de menos. En la estrechura y en los días sin chocolate, el espíritu del club de Concha Espina saca lo que es su esencia. Es algo así como el novio de la muerte cuando dice “el legionario querrá morir y no podrá”. El madridista querrá dejarse derrotar y no podrá. Hombre, muchos legionarios han caído, y a lo mejor en el Camp Nou nos llevamos un saco, pero bueno, con la cabeza alta y el chapiri de lado.
Este año no ganamos para disgustos. Lo fácil nos aburre y el reto siempre nos ha despertado. Si hemos sobrevivido a Schuster, el entrenador de la triste figura, no nos vamos a asustar si tenemos que asistir al entierro del Conde Orgaz.
E´too el próximo sábado querrá convertirse en el Baltasar de turno para regalarnos a todos los madridistas un saco de goles. Menos mal que desgraciadamente en la isla de Robinson Crusoe no puede ni escribirse la carta a los Reyes Magos.

lunes, 8 de diciembre de 2008

Canción triste


La pena es el freno de mano del débil. La tristeza es la aliada del diablo, decían los santos con mucha razón. La amargura es el sentir del españolito medio que pierde la confianza.

Siempre hay que confiar en uno mismo. Es nuestra cortesía con lo humano. Creer en nosotros es creer en el hombre y dotarlo de futuro. El frío de estos días quiere maniatarnos y paralizarnos. El clima quiere contagiarse de la desesperación generalizada.

Las noticias económicas que nos llegan de todos los ámbitos quierern congelar nuestras ilusiones, nuestros sueños. La desconfianza comienza por ser una enfermedad contagiosa que debuta con el síntoma de la inseguridad y se acompaña casi siempre de la incertidumbre.

Ayer no era rico, hoy no soy pobre, ymañana Dios dirá.

Me niego a quedarme inmóvil ante las dificultades de la realidad.

Lo grandioso de lo humano se nos muestra a diario. Visiten un hospital y comprueben la bendita generosidad de las personas, la caricia de lo cercano, la apuesta por el rayo débil de esperanza. En la dificultad la grandeza de lo humano encuentra su sitio.

Debemos seguir poniéndo nuestro mayor interés en nuestra labor diaria y pequeña. Si confiamos en lo cercano, lo lejano no se sentirá perdido.

La inteligencia y la pasión colectiva de las personas sumará y se enfrentará a la incertidumbre. Piensen por ejmplo en Obama, la gran esperanza de la civilización occidental. Está confeccionando estos días su equipo, y en ningún momento ha emitido un mensaje de desánimo, resignación o derrota. Su lema "Yes, we can", es un canto a la esperanza en el hombre.

No dejemos pasar un día sin plantar batalla.