miércoles, 16 de julio de 2008

Carta de una desconocida


El dolor duele. Se bebe de un solo trago y permite poner cara rara. No entiende de medias tintas y nos quiere en exclusiva. Cada palo debe aguantar su vela, sí o sí.
Prometo un libro sobre el dolor, pero es que me duele mucho. Uno va teniendo cicatrices, pero no ha bebido el vaso lleno. Soy ciego de alguna forma y me da un no sé qué explicar los colores. Lo ajeno nos muestra, pero lo propio nos enseña. Por eso, no tengo claro si es lícito o no escribir sobre lo no aprendido en carnes propias. Un día me dará por ahí y se acabó tanta precaución.
Y en eso que leo al bigote austriaco del siglo pasado, Stefan Zweig. En traducción de Berta Conill devoro las páginas de su “Carta de una desconocida”. Sesenta y seis páginas son un primer plato no abundante que da el regusto de lo exquisito y deja sensación de querer más. El atracón no es literatura, y menos aún el “rodicio” brasileño. Debieran prohibirse los libros de más de doscientas páginas. Por eso, gracias bigotudo.
Confieso que la historia me parece un plomazo. En la primera página uno conoce lo que leerá en la última. Algo así como Operación Triunfo que en los “casting” se sabe ya el ganador, pero no nos ahorran los “tropecientos” programas. El Stefan era un tío elegante y culto, y en ese peregrinar de páginas uno puede encontrar una perla o un cuchillo. Yo encontré en su página 42 la siguiente daga: “tu bondad es peculiar, está abierta a cualquiera para darle todo lo que le quepa en las manos, tu bondad es grande, infinitamente grande, pero es –discúlpame- indolente. Quieren que la reclamen, que la busquen. Ayudas cuando te llaman, ayudas por vergüenza, por debilidad, no por placer. Déjame que te lo diga sinceramente: te gusta más un compañero en la fortuna que un pobre necesitado. Y a las personas como tú, aunque sean muy buenas, cuesta pedirle cualquier favor”.
Ante el dolor uno quiere estar de forma digna. No quiere uno afearle su trabajo al susodicho pero que lo coja compuesto y sin el pie cambiado. Entonces piensa que un buen ejercicio es el que nace de la generosa entrega a los demás. Entendiendo a los demás, identificándome con ellos cuando les vienen las cosas mal dadas hago ejercicio para cuando me toque a mí. Uno quiere anestesiar su espera. Quiere gozar en la ayuda. Pero créanme, que no cuela. Lo que escribía “la desconocida” de Zweig es una gran verdad. El destinatario de la carta no crean que era un monstruo, somos cada uno de nosotros. No ayudamos por placer. Alargamos el brazo por debilidad. Y esa es nuestra grandeza. Disfrutamos más con la compañía de la fortuna, pero sabemos que deberemos vernos ante el infortunio y la adversidad. Y en ese momento podemos adquirir la auténtica dimensión humana. Porque en el fondo todo el problema del dolor me gustaría que se redujera a un ecuación con parámetros como la dignidad y el sentido de la existencia, pero créanme que todavía no sé formularla.
Mientras, me dedico a perder el tiempo leyendo, un poco menos escribiendo y un mucho pensando.

domingo, 13 de julio de 2008

Umbral


Umbral es la metáfora del español. Francisco representa el ideal de escritor de la canalla. Venido de provincias, de familia poco consagrada, sin estudios, pero con una pluma bien afilada, se presenta en el Café Gijón del foro.
Quien le iba a decir a don Gonzalo, “hombre de aspecto noble y castigos sádicos”, que de su aula saldría un malísimo alumno con esencia de gigante literario que bebía a diario de Edmundo DÁmicis. Su libro “Corazón” fue el bebedizo que a modo de bálsamo pudo confirmar a aquel enclenque niño que lo suyo iban a ser las letras.
Un Miguel Delibes, más interesado en la caza que en los hombres, atisbó pronto que ese jodido y espigado chaval se deshojaba con cada uno de sus artículos más que cualquier periodista de los grandes de la capital. Su “Norte de Castilla” era más un aviso y premonición que un periódico local. Plumas ágiles, desapegadas, con afán cervantino de sufrir en la vida a mano de una maquina de escribir.
Al buen escritor la vida no le ahorra nada. Las penurias económicas en Madrid tienen forma de pensión barata. Con hule rasgado, sábanas amarillas, ducha imposible y viuda de patrona, hasta las penas son menos penas. Entre el follaje de tanta hoja escrita, una bragueta siempre cargada y un discurso seminal presto a la chati que se pusiera a tiro. Las sábanas baratas a veces se convierten en academia.
Con más pena que gloria el joven de gafas profundas e imposibles se va conociendo las calles de Madrid. Escribir en la capital es otra cosa; es triunfo o billete de vuelta, se pierde la inocencia con la rapidez que un legionario conoce la borla de su chapiri. Nadie conoce a nadie, y el español de bien se gusta con la crítica que entierra a más hombres que una epidemia de peste. El arma de destrucción masiva es la de que te ignoren. Si no cuela, te buscan el talón de aquiles rápido. Pero el incipiente Umbral esquiva la patada a la espinilla con el recate corto y la frescura del que tiene todo perdido. Ignorarlo se torna casi en imposible.
En la estabilidad burguesa alcanzada sale a su encuentro su gólgota. Muere su hijo y encuentra su resurrección en la literatura, y su cielo se convierte en “Mortal y Rosa”.
El resto, me importa poco. Premios, reconocimientos y cócteles. Horror. La metáfora es el epitafio del cegarruto de provincias. No busquéis al gigante Umbral, saboread la metáfora de Francisco, que es lo que tenía de paleto y español.

sábado, 12 de julio de 2008

La infancia



La infancia es la riqueza del pobre. Las tardes calurosas sin siesta, el bocata de mortadela, el partido de fútbol que nunca acaba, las risas tras el chiste malo, el color de las bragas de la vecina y el bolsillo sin un duro, son los diamantes que atesoraba el chico de provincias sin posibles. La felicidad era eso, no querer tener nada. Para qué.

Y en eso que uno se hace adulto, enchufa el aire acondicionado, deshace las maletas del último viaje y ve su cuenta de correo. No quiere, pero sobre todo no debe preguntarse por nada relacionado con la felicidad. Ay que ver.

Entonces comenzamos a tener prole. La infancia de un hijo es la de uno y claro, da que pensar. Mi hijo es un sufridor potencial, pero disfruta de la veinticuatro horas del día, se ríe hasta de su sombra y se muere con el balón. Pero eso sí, quiere hacerlo a su estilo, que papá no le diga ni mijita.

La infancia espiritual es ascésis reconocida para alcanzar el cielo, y todos los adultos añoramos nuestra niñez. Los pensadores de la nada, hartos de columnas y entrevistas, dicen que querer ser siempre niño se denomina síndrome de "Peter Pan". Qué listos. Suponen que el niño es feliz porque no tiene responsabilidad. El peso de la vida debe soportarlo el hombre adulto que reconoce en su responsabilidad con los otros su propia esencia. Qué memez.

No se trata tanto de no querer soportar en nuestros lomos la cara no amable de la vida, pero otro gallo nos cantaría si nos tomaramos la vida como un niño. Día nuevo, partido nuevo. Pelea, calma, pelea. Sin aspiraciones, viviendo el momento, y pensando sólo en uno mismo, pero desnudo. Sin los ropajes del querer tener, llegar a, o pretender ser.

Lo sencillo es lo humano y es donde nos reconocemos. Que suerte que uno cuando se hace muy mayor puede volver a ser niño. Los niños pueden ser un coñazo pero los adultos no dejan de serlo.

No hagan a los niños personas adultas. La felicidad sólo pertenece a la infancia.