sábado, 12 de julio de 2008

La infancia



La infancia es la riqueza del pobre. Las tardes calurosas sin siesta, el bocata de mortadela, el partido de fútbol que nunca acaba, las risas tras el chiste malo, el color de las bragas de la vecina y el bolsillo sin un duro, son los diamantes que atesoraba el chico de provincias sin posibles. La felicidad era eso, no querer tener nada. Para qué.

Y en eso que uno se hace adulto, enchufa el aire acondicionado, deshace las maletas del último viaje y ve su cuenta de correo. No quiere, pero sobre todo no debe preguntarse por nada relacionado con la felicidad. Ay que ver.

Entonces comenzamos a tener prole. La infancia de un hijo es la de uno y claro, da que pensar. Mi hijo es un sufridor potencial, pero disfruta de la veinticuatro horas del día, se ríe hasta de su sombra y se muere con el balón. Pero eso sí, quiere hacerlo a su estilo, que papá no le diga ni mijita.

La infancia espiritual es ascésis reconocida para alcanzar el cielo, y todos los adultos añoramos nuestra niñez. Los pensadores de la nada, hartos de columnas y entrevistas, dicen que querer ser siempre niño se denomina síndrome de "Peter Pan". Qué listos. Suponen que el niño es feliz porque no tiene responsabilidad. El peso de la vida debe soportarlo el hombre adulto que reconoce en su responsabilidad con los otros su propia esencia. Qué memez.

No se trata tanto de no querer soportar en nuestros lomos la cara no amable de la vida, pero otro gallo nos cantaría si nos tomaramos la vida como un niño. Día nuevo, partido nuevo. Pelea, calma, pelea. Sin aspiraciones, viviendo el momento, y pensando sólo en uno mismo, pero desnudo. Sin los ropajes del querer tener, llegar a, o pretender ser.

Lo sencillo es lo humano y es donde nos reconocemos. Que suerte que uno cuando se hace muy mayor puede volver a ser niño. Los niños pueden ser un coñazo pero los adultos no dejan de serlo.

No hagan a los niños personas adultas. La felicidad sólo pertenece a la infancia.

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