El dolor duele. Se bebe de un solo trago y permite poner cara rara. No entiende de medias tintas y nos quiere en exclusiva. Cada palo debe aguantar su vela, sí o sí.
Prometo un libro sobre el dolor, pero es que me duele mucho. Uno va teniendo cicatrices, pero no ha bebido el vaso lleno. Soy ciego de alguna forma y me da un no sé qué explicar los colores. Lo ajeno nos muestra, pero lo propio nos enseña. Por eso, no tengo claro si es lícito o no escribir sobre lo no aprendido en carnes propias. Un día me dará por ahí y se acabó tanta precaución.
Y en eso que leo al bigote austriaco del siglo pasado, Stefan Zweig. En traducción de Berta Conill devoro las páginas de su “Carta de una desconocida”. Sesenta y seis páginas son un primer plato no abundante que da el regusto de lo exquisito y deja sensación de querer más. El atracón no es literatura, y menos aún el “rodicio” brasileño. Debieran prohibirse los libros de más de doscientas páginas. Por eso, gracias bigotudo.
Confieso que la historia me parece un plomazo. En la primera página uno conoce lo que leerá en la última. Algo así como Operación Triunfo que en los “casting” se sabe ya el ganador, pero no nos ahorran los “tropecientos” programas. El Stefan era un tío elegante y culto, y en ese peregrinar de páginas uno puede encontrar una perla o un cuchillo. Yo encontré en su página 42 la siguiente daga: “tu bondad es peculiar, está abierta a cualquiera para darle todo lo que le quepa en las manos, tu bondad es grande, infinitamente grande, pero es –discúlpame- indolente. Quieren que la reclamen, que la busquen. Ayudas cuando te llaman, ayudas por vergüenza, por debilidad, no por placer. Déjame que te lo diga sinceramente: te gusta más un compañero en la fortuna que un pobre necesitado. Y a las personas como tú, aunque sean muy buenas, cuesta pedirle cualquier favor”.
Ante el dolor uno quiere estar de forma digna. No quiere uno afearle su trabajo al susodicho pero que lo coja compuesto y sin el pie cambiado. Entonces piensa que un buen ejercicio es el que nace de la generosa entrega a los demás. Entendiendo a los demás, identificándome con ellos cuando les vienen las cosas mal dadas hago ejercicio para cuando me toque a mí. Uno quiere anestesiar su espera. Quiere gozar en la ayuda. Pero créanme, que no cuela. Lo que escribía “la desconocida” de Zweig es una gran verdad. El destinatario de la carta no crean que era un monstruo, somos cada uno de nosotros. No ayudamos por placer. Alargamos el brazo por debilidad. Y esa es nuestra grandeza. Disfrutamos más con la compañía de la fortuna, pero sabemos que deberemos vernos ante el infortunio y la adversidad. Y en ese momento podemos adquirir la auténtica dimensión humana. Porque en el fondo todo el problema del dolor me gustaría que se redujera a un ecuación con parámetros como la dignidad y el sentido de la existencia, pero créanme que todavía no sé formularla.
Mientras, me dedico a perder el tiempo leyendo, un poco menos escribiendo y un mucho pensando.
Prometo un libro sobre el dolor, pero es que me duele mucho. Uno va teniendo cicatrices, pero no ha bebido el vaso lleno. Soy ciego de alguna forma y me da un no sé qué explicar los colores. Lo ajeno nos muestra, pero lo propio nos enseña. Por eso, no tengo claro si es lícito o no escribir sobre lo no aprendido en carnes propias. Un día me dará por ahí y se acabó tanta precaución.
Y en eso que leo al bigote austriaco del siglo pasado, Stefan Zweig. En traducción de Berta Conill devoro las páginas de su “Carta de una desconocida”. Sesenta y seis páginas son un primer plato no abundante que da el regusto de lo exquisito y deja sensación de querer más. El atracón no es literatura, y menos aún el “rodicio” brasileño. Debieran prohibirse los libros de más de doscientas páginas. Por eso, gracias bigotudo.
Confieso que la historia me parece un plomazo. En la primera página uno conoce lo que leerá en la última. Algo así como Operación Triunfo que en los “casting” se sabe ya el ganador, pero no nos ahorran los “tropecientos” programas. El Stefan era un tío elegante y culto, y en ese peregrinar de páginas uno puede encontrar una perla o un cuchillo. Yo encontré en su página 42 la siguiente daga: “tu bondad es peculiar, está abierta a cualquiera para darle todo lo que le quepa en las manos, tu bondad es grande, infinitamente grande, pero es –discúlpame- indolente. Quieren que la reclamen, que la busquen. Ayudas cuando te llaman, ayudas por vergüenza, por debilidad, no por placer. Déjame que te lo diga sinceramente: te gusta más un compañero en la fortuna que un pobre necesitado. Y a las personas como tú, aunque sean muy buenas, cuesta pedirle cualquier favor”.
Ante el dolor uno quiere estar de forma digna. No quiere uno afearle su trabajo al susodicho pero que lo coja compuesto y sin el pie cambiado. Entonces piensa que un buen ejercicio es el que nace de la generosa entrega a los demás. Entendiendo a los demás, identificándome con ellos cuando les vienen las cosas mal dadas hago ejercicio para cuando me toque a mí. Uno quiere anestesiar su espera. Quiere gozar en la ayuda. Pero créanme, que no cuela. Lo que escribía “la desconocida” de Zweig es una gran verdad. El destinatario de la carta no crean que era un monstruo, somos cada uno de nosotros. No ayudamos por placer. Alargamos el brazo por debilidad. Y esa es nuestra grandeza. Disfrutamos más con la compañía de la fortuna, pero sabemos que deberemos vernos ante el infortunio y la adversidad. Y en ese momento podemos adquirir la auténtica dimensión humana. Porque en el fondo todo el problema del dolor me gustaría que se redujera a un ecuación con parámetros como la dignidad y el sentido de la existencia, pero créanme que todavía no sé formularla.
Mientras, me dedico a perder el tiempo leyendo, un poco menos escribiendo y un mucho pensando.
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