El Real Madrid es el “Robinson Crusoe” de nuestros días. Las noticias negativas de estos días han hecho que sus barbas crezcan. Tras el naufragio de esta temporada, se aburre con la vida sencilla. No termina de encontrar salida de la isla en la que se encuentra. Sólo divisa agua. Pero cuidado, no menosprecien su orgullo herido.
Este es un equipo de epopeya que ha sobrevivido incluso a su leyenda en blanco y negro. Y eso da más susto que el hombre del saco.
Cualquier españolito medio lleva el germen de lo irreal de querer ser el mejor del mundo. No es que seamos todos descendientes de Carlos V y nos dé por lo del imperio, sino que cualquiera de nosotros puede enfundarse una camiseta blanca con el escudo del Madrid y se le pone cara de Di Stefano o de Zidane. Ser del Madrid es aspirar a ser el mejor. Los rivales no lo entienden, pero lo sufren.
Lo de menos es el palmarés del este singular equipo. La victoria y la consecución de muchos títulos conforman la mayoría de los capítulos de su historia. Pero eso distrae al que no es merengón.
El Madrid no busca nunca el rincón del cuadrilátero. Admite el intercambio de golpes, supera los golpes bajos y rechaza la adrenalina para cerrar las heridas. Su semblante nunca ha reflejado la comodidad de una rendición. Su espíritu de superación es la medicina que distribuye entre los suyos.
Sus goles no son los versos endecasílabos de su soneto de la alegría. Su lucha sin cuartel es su dulce prosa con aspiración de verso libre. Lo blanco es la poesía universal. Sin rima, incluso sin idioma, aglutina a gentes de todo el mundo que no quieren dejarse ganar la partida.
Sus brazos no son bellos cuando elevan un trofeo, sino cuando no quieren convertirse en extremidades caídas por el abandono de la empresa.
Y en eso que llega el derby. Un Barcelona de traca, de orquesta sinfónica, quiere pasar por encima del veterano conjunto de jazz de la capital española, el próximo sábado. El público, los periodistas y hasta el madridista de última hora apuestan en la porra a favor de los culés. Y si supieran que no se trata de eso.
Al Madrid le da igual ganar o perder. Es lo de menos. En la estrechura y en los días sin chocolate, el espíritu del club de Concha Espina saca lo que es su esencia. Es algo así como el novio de la muerte cuando dice “el legionario querrá morir y no podrá”. El madridista querrá dejarse derrotar y no podrá. Hombre, muchos legionarios han caído, y a lo mejor en el Camp Nou nos llevamos un saco, pero bueno, con la cabeza alta y el chapiri de lado.
Este año no ganamos para disgustos. Lo fácil nos aburre y el reto siempre nos ha despertado. Si hemos sobrevivido a Schuster, el entrenador de la triste figura, no nos vamos a asustar si tenemos que asistir al entierro del Conde Orgaz.
Este es un equipo de epopeya que ha sobrevivido incluso a su leyenda en blanco y negro. Y eso da más susto que el hombre del saco.
Cualquier españolito medio lleva el germen de lo irreal de querer ser el mejor del mundo. No es que seamos todos descendientes de Carlos V y nos dé por lo del imperio, sino que cualquiera de nosotros puede enfundarse una camiseta blanca con el escudo del Madrid y se le pone cara de Di Stefano o de Zidane. Ser del Madrid es aspirar a ser el mejor. Los rivales no lo entienden, pero lo sufren.
Lo de menos es el palmarés del este singular equipo. La victoria y la consecución de muchos títulos conforman la mayoría de los capítulos de su historia. Pero eso distrae al que no es merengón.
El Madrid no busca nunca el rincón del cuadrilátero. Admite el intercambio de golpes, supera los golpes bajos y rechaza la adrenalina para cerrar las heridas. Su semblante nunca ha reflejado la comodidad de una rendición. Su espíritu de superación es la medicina que distribuye entre los suyos.
Sus goles no son los versos endecasílabos de su soneto de la alegría. Su lucha sin cuartel es su dulce prosa con aspiración de verso libre. Lo blanco es la poesía universal. Sin rima, incluso sin idioma, aglutina a gentes de todo el mundo que no quieren dejarse ganar la partida.
Sus brazos no son bellos cuando elevan un trofeo, sino cuando no quieren convertirse en extremidades caídas por el abandono de la empresa.
Y en eso que llega el derby. Un Barcelona de traca, de orquesta sinfónica, quiere pasar por encima del veterano conjunto de jazz de la capital española, el próximo sábado. El público, los periodistas y hasta el madridista de última hora apuestan en la porra a favor de los culés. Y si supieran que no se trata de eso.
Al Madrid le da igual ganar o perder. Es lo de menos. En la estrechura y en los días sin chocolate, el espíritu del club de Concha Espina saca lo que es su esencia. Es algo así como el novio de la muerte cuando dice “el legionario querrá morir y no podrá”. El madridista querrá dejarse derrotar y no podrá. Hombre, muchos legionarios han caído, y a lo mejor en el Camp Nou nos llevamos un saco, pero bueno, con la cabeza alta y el chapiri de lado.
Este año no ganamos para disgustos. Lo fácil nos aburre y el reto siempre nos ha despertado. Si hemos sobrevivido a Schuster, el entrenador de la triste figura, no nos vamos a asustar si tenemos que asistir al entierro del Conde Orgaz.
E´too el próximo sábado querrá convertirse en el Baltasar de turno para regalarnos a todos los madridistas un saco de goles. Menos mal que desgraciadamente en la isla de Robinson Crusoe no puede ni escribirse la carta a los Reyes Magos.
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