Leon Tolstoi fue el escritor de los quinientos personajes. Todos ellos cupieron en su inmensa novela, “Guerra y paz”. Obra que toma como excusa la invasión de Rusia por Napoleón en 1812. Ni el mismísimo emperador francés se hubiese atrevido a encargar a la joven esposa del escritor ruso que copiara el manuscrito siete veces. Encargo que la sufrida Sofía recibió con paciencia y resignación.
Los humanistas le debemos mucho a Tolstoi. Se atrevió a escribir la incómoda obra titulada “La muerte de Ivan Ilich”. Todo un tratado sobre la psicología del enfermo. El escritor ruso escuchó un día maravillado el relato de la vida y muerte de Ivan Ilich Menchivov. Este magistrado del tribunal de Tala había fallecido por un cáncer abdominal en 1881. El hermano del difunto se acercó al escritor ruso y le contó su historia. Tolstoi construyo una obra breve, pero muy dura, que fue poco comprendida en su tiempo. Su lectura es obligada para cualquier profesional de la salud que tenga afán de ser un humanista.
El personaje que siempre me ha cautivado de “La muerte de Ivan Ilich” es el de Gerasim. Era un joven humilde, ayudante del mayordomo del juez, que tenía el encargo inicial de llevarse los excrementos del enfermo. El magistrado no era un enfermo sencillo, pero el lacayo supo ganarse su confianza. Escribe Tolstoi sobre tan comprensivo sirviente: “Gerasim era el único que no mentía, y en todo lo que hacía mostraba que comprendía cómo iban las cosas y que no era necesario ocultarlas”. El joven tuvo el honor de pasar noches sosteniéndole las piernas al enfermo, sólo porque sabía que esta posición aliviaba y paliaba sus dolores. Ningún afamado médico, tuvo la intimidad que tuvo Gerasim con el enfermo, ni nadie alcanzó nunca a conocer al magistrado como lo hizo el joven ayudante de mayordomo.
Siempre he pensado que Gerasim representa el modelo de servicio al que cualquier profesional sanitario debe aspirar. El que se reconoce en la verdad, tiene por privilegio el poder servir a los demás y procura ser profundamente humano cuando se encuentra ante la contradicción.
Yo he tenido la suerte de conocer a un Gerasim en Málaga. Tuve en un momento de mi vida profesional la gran oportunidad de trabajar en el Hospital Materno Infantil de Málaga, cuando éste cumplía 25 años. Allí conocí a Ángel Lara, un hombretón joven, que comenzó a trabajar como celador cuando el centro sanitario se inauguró. Por su buen hacer, su preparación profesional y sus ganas de prosperar, lo encontré en el Materno siendo Jefe de Celadores. Sus compañeros lo respetaban muchísimo, y el resto de protagonistas del hospital, médicos, enfermeras, auxiliares, administrativos, personal de mantenimiento y limpiadoras, entre otros, le otorgaban la autoridad que él se había ganado con la palabra amable, la gestión eficaz, la mano amiga y el silencio respetuoso.
Los directivos, también cuando yo lo era, olvidan con frecuencia que como en la cita bíblica de Sodoma y Gomorra, los hospitales funcionan día a día porque existen un puñado de hombres “justos” que lo hacen posible. Afirmo con rotundidad y con añoranza, que uno de los “justos” del Materno era Ángel Lara. Y que como él, en el colectivo de los celadores, encontré esas personas que hacen humano a un centro hospitalario. Los celadores son los mileuristas de un hospital que son ricos en generosidad y humanidad.
Un día conocimos que los dolores de espalda de Ángel se debían a que padecía una grave enfermedad. Yo había conocido hasta entonces a un gran hombre, pero desde el momento que compartí su dolor y su verdad, me encontré con un gigante. En esos difíciles momentos conocí a su familia, auténtico pilar para él, y tesoro que siempre quiso proteger.
La vida me llevó a tener que dejar en un momento determinado mi trabajo en mi querido “Carloshaya”. A los pocos días de mi partida, tuve un regalo postrero. Me llamó mi amigo Ángel. Se estaba enfrentando a los últimos meses de su vida y quería hacerlo con señorío. Como hombre justo, me llamó para darme ánimos en la travesía del desierto que había comenzado. Me ofreció el vaso de agua que necesitaba en aquel momento, como hacía Gerasim con el juez Ilich.
Se estaba muriendo y me estaba dando ánimos. Era la contradicción del justo. En esa última conversación que tuvimos, se despidió de mí como se despiden los hombres de buena voluntad. Tras colgar el teléfono lloré como sólo se llora cuando se quiere de verdad. Nos hicimos promesas mutuas que para nosotros quedarán para siempre.
Ángel Lara ha fallecido, y el dolor nos hiere a todos los que lo conocimos y quisimos. En sus casi treinta años de ejercicio profesional optó por las personas, por su cuidado, por la labor callada, sin recompensa. Muchas mujeres y niños del Materno están en deuda con él sin ni siquiera ellos saberlo, por su gran discreción y sencillez.
El patrimonio que nos lega es el de no olvidar que debemos poner el corazón en todo lo que hacemos. Parafraseando a León Tolstoi, “a un gran corazón, ninguna ingratitud lo cierra, ninguna indiferencia lo cansa.”
Ángel siempre me dio mi sitio, y yo no sé si supe dárselo a mi amigo. Intenté en muchas ocasiones mantenerle sus pies en alto, confío en que sintiera alivio. Descanse en paz, y que Dios le conceda su gloria.