El dolor es un misterio para el hombre. El sufrimiento nos introduce en el laberinto de la contradicción. La calidad de una sociedad o incluso de una civilización, puede medirse por la profundidad de las cuestiones que genera en torno al dolor y sufrimiento, y por la altura y extensión de las respuestas que se atreve a proponer. La madurez de las personas va pareja al lugar que le concede a su dolor y sufrimiento propio y al ajeno. Sólo si uno se ocupa del sufrimiento ajeno pueda algún día enfrentarse al propio.
La historia de la Humanidad ha tenido múltiples oportunidades para mostrarnos lo mejor y lo peor de nosotros mismos. El desvelo por el enfermo, el vulnerable, el desfavorecido ha hecho grande a un pueblo. El desprecio por el débil ha llevado al hombre a las profundidades de lo detestable.
Una civilización como la nuestra, en la que la dignidad y la vida de cualquier hombre merece la atención de la Humanidad en su conjunto, hace posible que no se abandone a su suerte a los mineros chilenos en las entrañas de la tierra. En otros países, como Corea del Norte por ejemplo, donde se ha abrazado una ideología en lo que lo importante es el estado y no el individuo, pues pasa lo que todos ustedes conocen. La vida de cualquier hombre tiene un valor relativo allí.
En las sociedades adelantadas occidentales en las últimas décadas hemos asistido al surgimiento de un nuevo movimiento en pro de la defensa de la vida de los animales. Separándonos de las posturas “animalistas” extremas representadas por Peter Singer, que sitúan la dignidad animal incluso por encima de la humana en muchas ocasiones, cualquier persona puede entender que nuestra relación con los animales merece atención.
Por desgracia en España, ha sido muy relevante el interés que ha suscitado el cuidado de los toros de lidia y el poco que han despertado otros cuadrúpedos con peor suerte y destino que ellos. Sólo puede entenderse este interés inusitado por el daño que se le inflinge a un toro en su lidia, si situamos a este tipo de posturas intelectuales dentro de lo que se conoce como pensamiento “buenista”. El “buenismo” apuesta por causas previamente ganadas por otros, como la paz, el medio ambiente, el respeto a la diversidad, la defensa de los animales, por lo que resulta altamente gratificante para quien lo proclama y para quien abraza ese mensaje. Con ideas sencillas, que no necesitan nunca de una ascesis exigente para su defensa, pretenden llegar a la esfera emocional de las personas, para hacerlas creer que los problemas de la vida son sólo problemas de actitud. Este postulado tan endeble y tan falaz genera en muchas ocasiones personalidades frágiles.
Ante el “buenismo” se necesitan posturas de gran cilindrada ética e intelectual, y aquí aparece la figura de don Mario Vargas Llosa. Todos conocen los méritos que lo han hecho acreedor de merecer el Premio Nobel de Literatura de este año. No me ocuparé de su vertiente literaria, por todos muy conocida.
Quisiera fijarme por un momento en su postura frente al debate actual de la supuesta crueldad con el toro de lidia en las corridas que se celebran a lo largo y ancho de tantas plazas en Europa y América.
El escritor hispano-peruano, eminente defensor de la cultura del toro, ha explicado de forma eficaz y argumentada que el trato que se le dispensa a un toro bravo en los últimos veinte minutos de su vida es lo mismo de tolerable, civilizado y racional, que el que se le da a otros animales que entran en nuestra cadena alimenticia o en alguno de los pasos de nuestra investigación biomédica. Repite con insistencia la siguiente pregunta: “¿Es más grave, en términos morales, la violencia que puede derivar de razones estéticas y artísticas que la que dimana del placer ventral?”. Los “buenistas” pueden contestar. Si la respuesta es que no, la Humanidad en su conjunto debe abrazar con ilusión nuestro futuro vegetariano. Si es que sí, a las personas que les repugne asistir a la lidia de un toro, simplemente tendrán que hacer lo que han hecho generaciones que le han precedido, simplemente no ir.
Algunos “antitaurinos” defienden que el hecho de que los toros hayan sido motivo de inspiración a artistas, como Picasso o Goya, o el mismo Vargas Llosa, no les conceden atribuciones artísticas a los mismos. Todos estamos de acuerdo en esta afirmación. La mirada del artista sobre la realidad no confiere rasgos artísticos a la misma, hasta ahí podíamos llegar. Lo que si defendemos los taurinos es que a veces en una corrida de toros se pueden dar todos los condicionantes para que el encuentro de un hombre con un engaño endeble frente a un toro, una auténtica fiera, tenga sentido poético, que como bien conocen todos nuestros amigos “antitaurinos” es la esencia de cualquier obra de arte. Esto es, la acción del torero intenta desvelar otras realidades humanas con mayores sugerencias que la propia realidad aparente de las cosas, como Picasso con sus retratos de mujeres imposibles, por ejemplo.
Vargas Llosa, sin su Nobel pero con su mochila intelectual, acudió hace dos años a la Malagueta, invitado por María Gámez, y con su presencia defendió que en las corridas de toros se respeta al toro y se genera cultura, belleza y verdad. En el callejón departí unos momentos con él, y comprendí que don Mario sabía parar, templar y mandar.
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