jueves, 11 de noviembre de 2010

Francisco Garrido, andaluz de Ronda

El otoño en Ronda es el verso frío de la España que no se acostumbra a vivir en prosa. La serranía rondeña imprime carácter. Su secular aislamiento la ha hecho dueña de sí misma. El rondeño se reconoce en la piedra arenisca amarilla que conforma los sesenta y ocho arcos rebajados que descansan en las ciento treinta y seis columnas toscanas que José Martín de Aldehuela construyó para el coso de la Real Maestranza de Caballería. Elegancia, valor, misterio, dureza, hondura, adornan los poros de los serranos, que a fuerza de sentirse herederos de pueblos cultos y valerosos, dan vida a su alma pétrea.
Se heló el corazón de Ronda en el inicio de este incierto Noviembre. La piedra arenisca se deshizo y cedió a la pena, las lágrimas la ablandaron. Francisco Garrido moría en su casa, rodeado de los suyos, cuando la noche era sólo oscura. ¡Qué pena más grande! Hijo predilecto de la ciudad, intelectual, historiador, periodista, académico, erudito, humanista, amigo, andaluz de Ronda. Eso es nada.
Francisco Garrido era Ronda. La figura intelectual más importante de los últimos veinticinco años. Su contribución a la historia de Ronda es la más importante que se ha hecho hasta la fecha. Para saber de la “ciudad soñada” hay que pasear por sus libros.
El misterio del señorío rondeño ha cautivado a viajeros de todo tipo de épocas,  poetas, músicos, pintores y artistas de todo tipo de disciplinas. No es casualidad que en este rincón, Pedro Romero echara el pie al albero y creara el toreo moderno para mayor gloria de las Artes. La conjunción de la belleza de la naturaleza, en este balcón eterno, junto con la forma torera de estar y ser en la vida del serrano, hacen que Ronda sea eterna fuente de inspiración.
Por más que les duela, Rilke o Hemingway, no pasaron de ser mozos de espadas en una corrida que les venía grande. Francisco Garrido, a lo largo de su vida, ha manejado la muleta de las letras pisando “las arenas de Pedro Romero” como cantaba Gerardo Diego. No se ha quedado en la epidermis, ha descendido a la profundidad del tajo rondeño, donde los hombres se ven demasiado pequeños.
Yo quiero cantarle en su despedida al torero que fue mi amigo Francisco Garrido. Para ello, me serviré de los versos del gran Fernando Villalón, señor andaluz de las marismas que se murió soñando con tener una ganadería de toros con los ojos azules. Y ahora digo:

Plaza de piedra de Ronda
la de los toreros machos:
pide tu balconería
una Carmen cada palco;
un Romero cada toro;
un Maestrante a caballo
y un Francisco Garrido que guarde
la llave de tus secretos.

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