Entre las turbulencias económicas recientes, con rescate a Irlanda incluido y efecto "contagio" a otros países europeos, siempre aparece la sentencia de los doctos que propugnan las tan necesarias "reformas estructurales". Una de ellas es la de la Educación. La mayoría de los gobiernos europeos han realizado reformas en sus sistemas educativos en los últimos trienta años, pero su resultado no ha sido demasiado esperanzador. El caso español es punto y aparte, ya que todos los gobiernos en sus legislaturas, fueran del signo que fueran, han reformado la ley que estaba en vigor cuando ellos alcanzaron el poder. El resultado está a la vista.
En este panorama de confusión uno puede encontrar sensatez en los postulados que defiende el filósofo inglés Roger Scruton en su último libro, titulado "Usos del pesimismo". En él, reivindica un pesimismo crítico y lúcido, amigo de la espontaneidad y la iniciativa personal, capaz de ajustar cuentas con el pensamiento más autocomplaciente y el papanatismo de lo político correcto que están desmantelando el espacio público.
El optimismo y el buenismo son posiciones intelectuales que están muy bien vistas socialmente. Sus seguidores creen que en el futuro desaparecerán las enfermedades, que la buena disposición anímica es la clave para superar las adversidades, que una comunidad de individuos libres es compatible con la igualdad social, que podemos conseguir cualquier cosa que nos propongamos si la queremos con suficiente intensidad. Bla, bla, bla.
¿Pero qué ocurre cuando nuestro optimismo se vuelve tan desmesurado que no nos deja calcular correctamente nuestras posibilidades de éxito, cuando nos empuja a pensar que podemos conseguir nuestras metas sin esfuerzo, cuando el optimismo choca con la realidad? En muchas ocasiones, cuando las expectativas se frustran, las personas, en lugar de reconsiderar sus objetivos, consideran que los que tienen éxito (países, ciudadanos, grupos sociales) son los responsables del fracaso, de este sentimiento germinan las políticas del resentimiento que al perseguir la utopía de la igualdad social, cultural, económica y educativa están socavando las instituciones, las tradiciones y las costumbres que posibilitan que los seres humanos convivan civilizadamente.
Muchos de los reformadores educativos han bebido de estas fuentes y han facilitado políticas educativas que han resultado un fracaso por no situar en su justo lugar al esfuerzo, a la comunidad educativa, a los padres y a los jóvenes.
Todos estos optimistas de la nada han facilitado que nos encontremos con una educación que desgraciadamente no ha premiado el mérito ni la justicia, ha tendido a la "suma cero" y ha generado hombres y mujeres con grandes problemas no sólo académicos sino de madurez.
¿Nos atreveremos a decirle al pan, pan y al vino, vino?
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